EL ABUELO.
Matías está frente al espejo y no le
gusta lo que ve. Sólo reconoce su mirada. Profundas arrugas de expresión surcan
su cara adornada con unas llamativas bolsas que le rellenas las ojeras. Su tez
es blanca como los habitantes del Mordor de Tolkien. No sabe cuándo le
crecieron tanto las orejas ni se le empezaron a poblar de pelos rizados que
pugnan por salir a la luz desde las profundidades del oído. Tampoco recuerda
cuándo se le torció el gesto como una u invertida. Unas marcas bien definidas tiran
hacia abajo de las comisuras de los labios confiriéndole un aspecto amargado y
cetrino. No tiene ni idea de cuándo dejó de ducharse a diario ni de la última
vez que rió a pierna suelta, ni del tiempo que hace que no se cambia de ropa.
En cambio, sí recuerda
con asombrosa precisión algunas fechas y acontecimientos incluso las
sensaciones físicas que sintió en
dichos instantes con asombrosa precisión, podría describir hasta los olores que
percibió su olfato y que le transportan a momentos concretos del pasado.
Recuerda la
suavidad de las manos de Elena, su amor de juventud, a la que nunca transmitió
lo que sentía por ella y que tuvo la certeza con el paso del tiempo, del
vértigo, la vitalidad y la dicha que le hacía sentir. Una sensación muy
distinta a la seguridad monótona y previsible que le ofreció su mujer Rosa
durante cuarenta años y a la que siempre quiso a su manera hasta el día en que
falleció y a la que durante su última agonía no acertó a despedirse salvo por
un balbuceo incomprensible que en su cabeza significaba gracias por los años de
compañía fiel y sin reproches.
Matías bosteza y
se siente solo. No sabe cómo perdió el trato con sus amigos de juventud a los
que nunca llamó para interesarse por sus vidas y que dejaron de interesarse por
la de él. Observa sus manos rudas y callosas como el mapa de los interminables
días en la obra a la que llegó por la inercia de tener que buscarse la vida por
no atreverse nunca a estudiar teatro que siempre fue su pasión oculta y mira
reflejados en el espejo los cuadros de carboncillo que pintaba de chaval
colgando del pasillo y que le recuerdan que hubo un día en que su curiosidad
tuvo la oportunidad de expresarse.
Le viene a la
cabeza la fecha exacta en que su hija Paula se marchó a Australia con un geólogo
desconocido prácticamente para él y las incontables ocasiones en que se hizo el
firme propósito de visitarla y que ella se cansó de esperar, reduciendo su
vínculo a una llamada en Nochebuena antes del discurso del Rey.
Observa su pelo
canoso y no recuerda cuándo el blanco ganó la partida al castaño de su
juventud.
20 de Julio del
2000 tampoco se le olvida, es cuando su hijo varón Blas ingresó en prisión sin
ser muy consciente de cuando empezó a cambiar hasta convertirse en un
delincuente delante de sus ojos en vez de convertirse en alguno de los
múltiples proyectos de persona de orden que Matías tenía pensados para él,
cambiados todos por la desidia y conformismo de un padre que en el fondo nunca
se preocupó de su hijo.
Ringg!!! – suena
el timbre de la puerta-
Es Pepe un
educador social que acompaña a Matías al Centro social un rato por las mañanas
para obligarle a ir, que fue la condición de la Trabajadora Social para entrar
en un programa de ayuda a domicilio que le trae comida preparada.
- “Hoy vamos al
centro y empezamos a trabajar la “brecha digital” que tienes con los
ordenadores, Matías-. Pepe le alcanza un listado de palabras que Matías ha de
buscar en San Google para entender su significado.
- Procrastinia?
Pero qué palabro es éste, suena a algo porno - le espeta al educador-
- “Procrastinar es
el arte de dejarlo todo para más tarde”
- La gente pospone
tareas para el día siguiente y cuando llega ese día lo pospone para el otro,
eso significa Matías.
- ¿Estás bien?
¿Por qué lloras tan amargamente Matías?¿Puedo hacer algo por ti? Parece que
hubieras visto un fantasma!
- Daría todo lo
que tengo por volver a tener otra oportunidad de vivir mi vida.