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domingo, 4 de agosto de 2013

El Abuelo.

EL ABUELO.

         Matías está frente al espejo y no le gusta lo que ve. Sólo reconoce su mirada. Profundas arrugas de expresión surcan su cara adornada con unas llamativas bolsas que le rellenas las ojeras. Su tez es blanca como los habitantes del Mordor de Tolkien. No sabe cuándo le crecieron tanto las orejas ni se le empezaron a poblar de pelos rizados que pugnan por salir a la luz desde las profundidades del oído. Tampoco recuerda cuándo se le torció el gesto como una u invertida. Unas marcas bien definidas tiran hacia abajo de las comisuras de los labios confiriéndole un aspecto amargado y cetrino. No tiene ni idea de cuándo dejó de ducharse a diario ni de la última vez que rió a pierna suelta, ni del tiempo que hace que no se cambia de ropa.

En cambio, sí recuerda con asombrosa precisión algunas fechas y acontecimientos incluso las sensaciones físicas que sintió  en dichos instantes con asombrosa precisión, podría describir hasta los olores que percibió su olfato y que le transportan a momentos concretos del pasado.

Recuerda la suavidad de las manos de Elena, su amor de juventud, a la que nunca transmitió lo que sentía por ella y que tuvo la certeza con el paso del tiempo, del vértigo, la vitalidad y la dicha que le hacía sentir. Una sensación muy distinta a la seguridad monótona y previsible que le ofreció su mujer Rosa durante cuarenta años y a la que siempre quiso a su manera hasta el día en que falleció y a la que durante su última agonía no acertó a despedirse salvo por un balbuceo incomprensible que en su cabeza significaba gracias por los años de compañía fiel y sin reproches.

Matías bosteza y se siente solo. No sabe cómo perdió el trato con sus amigos de juventud a los que nunca llamó para interesarse por sus vidas y que dejaron de interesarse por la de él. Observa sus manos rudas y callosas como el mapa de los interminables días en la obra a la que llegó por la inercia de tener que buscarse la vida por no atreverse nunca a estudiar teatro que siempre fue su pasión oculta y mira reflejados en el espejo los cuadros de carboncillo que pintaba de chaval colgando del pasillo y que le recuerdan que hubo un día en que su curiosidad tuvo la oportunidad de expresarse.

Le viene a la cabeza la fecha exacta en que su hija Paula se marchó a Australia con un geólogo desconocido prácticamente para él y las incontables ocasiones en que se hizo el firme propósito de visitarla y que ella se cansó de esperar, reduciendo su vínculo a una llamada en Nochebuena antes del discurso del Rey.
Observa su pelo canoso y no recuerda cuándo el blanco ganó la partida al castaño de su juventud.

20 de Julio del 2000 tampoco se le olvida, es cuando su hijo varón Blas ingresó en prisión sin ser muy consciente de cuando empezó a cambiar hasta convertirse en un delincuente delante de sus ojos en vez de convertirse en alguno de los múltiples proyectos de persona de orden que Matías tenía pensados para él, cambiados todos por la desidia y conformismo de un padre que en el fondo nunca se preocupó de su hijo.

Ringg!!! – suena el timbre de la puerta-

Es Pepe un educador social que acompaña a Matías al Centro social un rato por las mañanas para obligarle a ir, que fue la condición de la Trabajadora Social para entrar en un programa de ayuda a domicilio que le trae comida preparada.

- “Hoy vamos al centro y empezamos a trabajar la “brecha digital” que tienes con los ordenadores, Matías-. Pepe le alcanza un listado de palabras que Matías ha de buscar en San Google para entender su significado.

- Procrastinia? Pero qué palabro es éste, suena a algo porno - le espeta al educador-
- “Procrastinar es el arte de dejarlo todo para más tarde”
- La gente pospone tareas para el día siguiente y cuando llega ese día lo pospone para el otro, eso significa Matías.
- ¿Estás bien? ¿Por qué lloras tan amargamente Matías?¿Puedo hacer algo por ti? Parece que hubieras visto un fantasma!

- Daría todo lo que tengo por volver a tener otra oportunidad de vivir mi vida.